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Hace poco, en un congreso de Recursos Humanos, se les dio a los panelistas dieciocho minutos a cada uno para que desarrollara alguna temática vinculada a la gestión de personas en las compañías donde trabajaban. Los oradores compartieron sus historias y las de sus equipos de trabajo con el fin de movilizar e inspirar a la audiencia. En todas las charlas hubo dos factores en común: el propósito y la cultura. Diez años atrás esto no ocurría: las empresas se centraban más en el consumidor que en el empleado, definían sus valores, a través de los cuales los empleados pudieran identificarse con la marca y ser protagonistas de un cambio. El compromiso consistía en que “se pusieran la camiseta” y se esperaba que ese compromiso se trasladara a la cultura de la empresa.

¿De qué estamos hechos? ¿Nuestra gente define quiénes somos? ¿O son las empresas quienes moldean a la gente? Sin dudas, es un poco de ambas. La cultura es el camino, es lo que pasa en la empresa cuando los jefes no están mirando, es lo que se premia y lo que se castiga dentro de una organización.

Ahora bien, las empresas que estimulan la participación de su gente en la cultura corren con la ventaja de aumentar el compromiso de sus colaboradores. Nada mejor que a una persona no le dé lo mismo ir o no ir a trabajar, que encuentre un sentido a lo que hace y que se sienta parte de algo grande. La cultura es el camino, se construye con el ADN que cada equipo de trabajo aporta dentro de la empresa. Y ese aporte desde la óptica del empleado se explica en comunión con el propósito: “algunos ponen ladrillos, otros construyen catedrales”.

Desde hace unos años, Microsoft tiene un día en el que les pide a todos los empleados que escriban, en una hoja, hacia dónde creen que va la empresa. Les deberían pedir que, al otro lado de la hoja, escriban por qué creen que estamos acá. Ya que, en un mundo tan cambiante —donde se busca, mediante los servicios y los productos, fidelizar a un cliente cada vez más exigente— es fundamental que no pensemos que tenemos clientes cautivos ni que busquemos las metas en el mercado, sino que cumplamos con la “razón de ser” de la organización. “Todo lo que puede ser uberizado, será uberizado”, dijo un profesor de innovación en una clase en el IE Business School y ¡cuánta razón tenía! La búsqueda del propósito nos ayuda a poner el foco en lo importante: para qué hacemos lo que hacemos. No nos da lo mismo a quiénes llegamos con nuestros productos o servicios, tenemos la posibilidad de influir más allá. Como en el caso de Nestlé, cuyo propósito, hace más de 150 años, es “mejorar la calidad de vida contribuyendo a un futuro más saludable”.

Una vez que las personas se identifican con el propósito, empiezan a cooperar desde su ser, ponen en juego sus propios valores y alinean sus acciones con los objetivos de la empresa. Si bien es cierto que las metas numéricas y las cuotas de mercado siguen existiendo, pasan a quedar en un segundo plano: se busca alcanzarlas, pero su conquista no es el motor. El compromiso de esta identificación funciona como un puente entre el propósito y la cultura, lo retroalimenta, lo fortalece. La cultura, percibida en las acciones visibles y en el comportamiento de las personas en la organización, lleva —en su esencia— ese propósito encarnado en los empleados. Y así construimos nuestra catedral, el legado de nuestra organización.

Era el verano de 2012 cuando la familia Hurn decidió pasar unas vacaciones en el hotel The Ritz-Carlton de Amelia Island, en Florida. Las vacaciones transcurrieron con normalidad: buen clima, excelente atención, muy buena comida y experiencias inolvidables.

Todo lo que empieza acaba, y así partieron rumbo a casa. Al llegar notaron que algo faltaba: el juguete más preciado de uno de los niños, su jirafa de peluche llamada Joshie. Cuando el niño preguntó, los padres le respondieron que, como le gustó mucho el hotel, se quiso quedar unos días más de vacaciones.

Esa misma noche llamó un empleado del hotel para informar que habían encontrado un juguete en la habitación en la que ellos estuvieron alojados, los padres le contaron la historia que le habían inventado a su hijo y, para hacerla más creíble, le pidieron si podrían tomarle unas fotos a Joshie en las hamacas del hotel. El empleado, sorprendido, respondió que lo haría con todo gusto.

El empleado contó el anecdótico pedido a su jefe, quien lo felicitó por haber aceptado la solicitud y juntos decidieron sorprender al cliente.

Días después sonó el timbre de la casa y un mensajero entregó un paquete enviado por el The Ritz-Carlton que contenía a Joshie acompañado de sorpresas: una documentación que detallaba la experiencia que había vivido el peluche en el hotel; un sobre con una tarjeta VIP del The Ritz-Carlton con su foto y su nombre grabado: ¡Joshie Hurn!; y ante el pedido de la foto en las hamacas, le agregaron unos lentes de sol que lo hacían ver muy cool y otras fotografías de él en el spa y con unos amigos —muñecos olvidados en el hotel por otras personas—.

La pareja quedó tan maravillada con The Ritz-Carlton Amelia Island que le contaron a todos sobre su experiencia y así fue escuchada por muchísimas personas en el mundo.

¿Será eso valioso para el hotel? Sin duda alguna lo es, ya que la reputación y el valor de marca es algo que cuesta ganar y, nada mejor que tus mismos clientes te recomienden sin tener que pedírselo y que hablen de sus encantadoras experiencias con tu empresa, en definitiva, de sus encantadoras experiencias con tus empleados.

¿Qué hizo el empleado del hotel de extraordinario para crear este vínculo emocional con la marca?

Lo que logró con la familia Hurn no lo hubiera obtenido ni con miles de dólares invertidos en publicidad, no es comparable la opinión sincera de un cliente satisfecho con lo que puedan decir actores contratados.

El “costo” de esta experiencia fue el tiempo dedicado en Joshie —para las fotos, empacarlo y enviarlo— y el amor que pusieron para lograr la sonrisa de esta familia que, gracias a todo ello, ahora no dejan de contar y viralizar su historia por el mundo. Podemos pagar por el tiempo del empleado, ahora, ¿cómo pagamos por su amor?

Para esto es necesario invitar al empleado a ir más allá del protocolo escrito, no solo a sonreír y brindar respuestas a tiempo, es escuchar la voz del cliente todos los días —medir su nivel de satisfacción—, caminar esa milla extra para convertir su experiencia en extraordinaria, preocuparse más por el cliente que por el negocio. Esto es lo que hace que se obtengan mayores beneficios; favorecer el desarrollo personal y la inteligencia emocional de los empleados en puntos de contacto con el cliente y así lograr pasar de la Atención del Cliente a la Experiencia del Cliente. Las empresas que implementan estos métodos obtienen beneficios que se multiplican respecto a las organizaciones que no ubican al cliente en el centro de la escena.

La experiencia del cliente surge del “ser” del empleado, no de su “hacer”.

A todos como empleados nos agrada decir «mi cliente». Tomar propiedad del cliente es gestionar el vínculo, conectarse emocionalmente y cuando esa persona trasciende en el negocio, estamos frente a una experiencia más que frente a una transacción.
Puede escribirse un manual y un protocolo de atención, pero aunque se haga y lo miremos, no estaríamos mirando a las personas; la experiencia del cliente surge del “ser” del empleado, no de su “hacer”: si el empleado sigue una fórmula y trabaja a reglamento, nos estamos quedando en la atención y no trascendemos hacia la experiencia.

Joshie nos enseñó que son los empleados felices quienes emprenden acciones más allá del proceso, que generan clientes felices. Y eso, señoras y señores, está en la cultura de la empresa.

Esperaba en el lobby del quinto piso de un edificio del bajo porteño. Me entretenía amenizando la espera para que me recibiera un colega de años, recientemente nombrado director de Recursos Humanos de una empresa cuya industria prefiero no revelar; leyendo por encima los folletos disponibles en la mesita baja; escudriñando las manos rápidas de la recepcionista que tipeaba vaya uno a saber qué en el teclado de su computadora; y perdiendo la vista en la puerta de vidrio con vinilo esmerilado que apenas dejaba adivinar figuras detrás, figuras apuradas, expeditivas, casi coreografiadas. Hasta que reparé en el joven a mi derecha, también esperando, con el traje un poco corto de mangas, el peinado con gel impecable, la mochila deportiva casi disonante con el conjunto, apoyada sobre los pies. Noté que sacó su celular al abrir el bolsillo de la mochila, pero no para mirarlo, me imaginé que para chequear la hora. La recepcionista lo miró y le dijo brevemente: «Ya avisé, enseguida vienen. ¿Vos ya pasaste por Recursos Humanos?». «Ehmm, no», dudó el joven, casi pidiendo perdón por no saber si había cometido un error. «¿Primer día?», indagué, empezando a divertirme. «Sí, empiezo hoy», respondió y sentí en su voz un alivio como de agradecimiento por haberlo notado en medio del denso silencio de hilo musical del lobby. La conversación que tuvimos no viene al caso: fue corta porque me vinieron a buscar (a mí, no a él, que esperaba desde antes) y versó apenas sobre el área en la que se incorporaba, el cuadro de fútbol del que era fanático y el horario de la facultad.

Pero esa breve conversación me despertó una reflexión que me acompaña cada vez que llevo adelante un proceso de selección, ¿y luego qué? Me pasó más de una vez: concluir un proceso exitoso de selección, cliente contento, candidato óptimo, y volver a los tres meses para enterarme de que «no pasó el periodo de prueba». «¿Qué?», me pregunto —a veces para mis adentros y más de una vez en voz alta—. Resulta que estamos mayormente convencidos de que todo el esfuerzo que hicimos en el proceso de selección, el tiempo del área entrevistando, los costos del proceso duro y el esfuerzo invertido son suficientes para garantizar —o, al menos, favorecer— la permanencia del empleado recién llegado. A ese empleado «nuevo» se le avecina, seguramente, una inducción, una recorrida, decenas de presentaciones con caras y nombres (que por mucho tiempo no podrá vincular), y algún interrogatorio amable acerca de su situación familiar, sentimental, académica y, por supuesto, futbolística.

Gestionar una nueva contratación a la empresa puede marcar la diferencia: éxito o fracaso.

En los últimos años, muchas organizaciones comenzaron a implementar el Onboarding para que los nuevos empleados se integren perfectamente y de forma inmediata a su puesto de trabajo. Gestionar una nueva contratación a la empresa puede marcar la diferencia: éxito o fracaso. Para eso, el Onboarding crea un proceso diseñado para ayudar a los empleados a realizar exitosamente las transiciones hacia sus nuevas etapas profesionales y les permita tomar conciencia de sus roles desde el primer día.

Diferenciándolo de la inducción (se realiza a una sola vía —de la empresa al empleado— y es de carácter informativo; los problemas que surgen se manejan reactivamente), no es un programa de capacitación, sino un proceso de integración dinámico que cuenta con una constante interacción con el nuevo integrante mediante una comunicación de doble vía con una clara tendencia a prever y evitar problemas.

Va más allá de recibir “bien” al nuevo empleado, asignarle su espacio y recursos y acompañarlo en una recorrida, es un proceso de dos vías y requiere verificar los avances en el vínculo, favoreciendo la absorción de la cultura y los valores de la organización.

No se trata de recibirlo solamente con un cuaderno, una computadora con su correo corporativo y una carpeta con información del producto. El proceso es de dos vías: requiere verificar si hay avances en el vínculo; cubrir aspectos, desde operativos y formales (departamentos, ubicación de salas, horarios, metodologías) hasta gestos que apoyen la absorción de la cultura y los valores de la empresa.

Son dos los casos de Onboarding que se pueden tomar como parámetro de buena práctica: el primero se trata de Twitter. Allí siguen un método que incluye «75 puntos de contacto distintos entre el nuevo empleado, el equipo y el gerente de recursos humanos». Su objetivo es ofrecerle una experiencia excepcional al nuevo miembro del equipo desde el primer momento hasta que se presenta a trabajar el primer día. De este modo, la compañía prepara a su personal y dispone todo el material que el nuevo profesional va a emplear para que esté listo antes de su contacto y uso. Su equipo, teléfono, acceso a los sistemas y espacio de trabajo están provistos meticulosamente de acuerdo con su proceso. Se empeñan en que los primeros 90 días tengan rasgos excepcionales en todos los sentidos mencionados (materiales, emocionales y operativos).

El segundo caso es Google. Delega el Onboarding al nivel del equipo, de esta forma «los empleados tienen el poder». Es una empresa que confía implícitamente en sus individuos para que hagan lo mejor que puedan. Su método para gestionar una incorporación es: el equipo directo acoge al nuevo integrante, realiza la inducción «dura» y lo suma a la dinámica social del equipo. Lo importante es que la empresa da lugar a esta situación, prevé tiempos y pasos, brinda apoyo material para que el proceso se lleve a cabo. El impacto evidente de este método es que la incorporación es ligeramente diferente entre un equipo y otro; pero Google acompaña esta metodología con un manejo obsesivo de los datos, las encuestas internas y los estudios sobre sus equipos; todo se mide, se identifica el mejor proceso y se establece una nueva línea de base de incorporación común a todos en un procedimiento de mejora continua.

Cuando salí de la reunión con el director, el muchacho seguía en el sillón, ya un poco más relajado. En ese mismo momento se abrió la puerta y, detrás del vinilo esmerilado, apareció una mujer de unos treinta años, cuaderno en mano, que hizo la pregunta letal: «¿Vos sos el nuevo?». Por suerte, la reunión había sido para diseñar el proceso de Onboarding de la empresa que había contratado a mi joven amigo.

La importancia de los mandos medios en empresas es un tema central y esencial en el mundo corporativo actual. Esta reflexión se suma a la experiencia frecuentemente compartida con empresarios y ejecutivos, destacando la transición estratégica hacia la táctica liderada por estos mandos intermedios.

El Proyecto Aristotle de Google, explorado en un artículo anterior, reveló la búsqueda de la raíz de equipos altamente efectivos. Más allá de métricas convencionales como líneas de código o errores corregidos, se identificó un factor crucial: la cultura del equipo.

Los mandos medios, a menudo subestimados, son pilares esenciales de la comunicación y la cultura empresarial. Su rol ha evolucionado significativamente, desempeñando funciones cruciales en la conformación de la cultura, la innovación y el cambio.

¿Por qué su rol es crucial?

En un entorno digital, estos líderes han adquirido nuevas habilidades, comunicándose con toda la empresa a través de estructuras horizontales y redes de comunicación más fluidas, desafiando la necesidad de la cadena de comando tradicional.

Quy Huy, profesor de estrategia en la Escuela de Negocios INSEAD, identifica cuatro roles clave de los mandos medios: intrapreneurs, networkers informales, coaches y equilibradores del cambio y la continuidad.

Es esencial reconocer que los mandos medios constituyen el sistema nervioso de la cultura corporativa. Empoderarlos como líderes auténticos resulta en equipos comprometidos, alimentando así la cultura y satisfaciendo las necesidades tanto de los colaboradores como de los clientes.

Este enfoque equilibrado, donde la efectividad se mide tanto en la consecución de resultados como en la formación de equipos y cultura, refleja la importancia de empoderar, capacitar y confiar en los mandos medios.

Doug Williamson – Presidente y C.E.O. de Beacon Group, una consultora especializada en crecimiento, innovación y estrategia, destaca la relevancia crucial de estos líderes. Aunque parezcan menos relevantes en un organigrama, en la red de conexiones formales e informales son hubs e influencers, moldeando la cultura empresarial.

En resumen, la importancia de los mandos medios en empresas radica en su capacidad para influir en la cultura corporativa, liderando equipos comprometidos y sosteniendo el crecimiento de las organizaciones a largo plazo.


Con la irrupción de las tecnologías digitales, los mandos medios parecen haber logrado la capacidad de comunicarse con toda la empresa. Las estructuras horizontales, en red, las oficinas de puertas abiertas, podrían ser una muestra de que los mandos medios, como canales de comunicación formales, han quedado obsoletos. Ya no es necesaria la cadena de comando para comunicar una idea. Un solo whatsapp al grupo de toda la empresa lo hace. El ejecutivo principal puede comunicarse por mail directamente con quien quiera. Y los “saltos” en la comunicación jerárquica no son vistos como una herejía sino como un manejo fluido de la información.